En todo el mundo, durante cada año de la primera mitad de la década de 2000:
*se usaron aproximadamente 50 millones de animales en investigaciones científicas y pruebas farmacológicas;
*se produjeron unos 250 millones de toneladas de carne;
*se capturaron unos 200 millones de toneladas de pescado y otras especies acuáticas en mares y ríos.
Las cifras son aproximadas (especialmente las relativas a la investigación, la mayor parte de las cuales no se registran), pero es evidente que cada año se usa una inmensa cantidad de animales para satisfacer intereses humanos. Muchos de nosotros (cada vez más) diríamos que son “explotados” o “sacrificados” en vez de “usados”. Porque muchos consideramos el uso de los animales (como alimento o como instrumento de investigación) como algo moralmente indefendible y como una violación de los derechos fundamentales de los animales.
¿Cómo podemos fundamenta los derechos de los animales? Un argumento común, de carácter esencialmente utilitarista, es el siguiente.
1.los animales sufren;
2.el mundo es mejor sin sufrimiento innecesario; de modo que
3. no debe infligirse sufrimiento innecesario a los animales.
La primera premisa ha sido la más debatida recientemente. Parece muy probable suponer que animales como los simios y los monos, que tanto se parecen a nosotros en aspectos relevantes, no tengan la capacidad de sentir algo muy similar a nuestro dolor. Sin embargo, parece improbable que animales como las esponjas marinas o las medusas, que tienen sistemas nerviosos muy simples, sientan algo remotamente parecido al dolor humano. La dificultad radica entonces en dónde establecer las fronteras y resulta difícil eludir un considerable tufillo de arbitrariedad. Podemos acordar un ponderado “algunos animales sufren”, pero un inquietante signo de interrogación pende sobre cuáles son realmente.
La segunda premisa podría parecer irrecusable, pero una vez más entraña un peligro y es que puede llegar a resultar vacía. Es posible cuestionar la pretensión de esta premisa estableciendo una distinción entre el dolor y el sufrimiento. Se supone que el último es una emoción compleja, que implica tanto el recuerdo del dolor pasado como la anticipación del dolor por venir, mientras que el dolor en sí mismo no es más que una fugaz sensación del presente; lo que cuenta cuando se trata de hacer valoraciones morales es el sufrimiento, pero los animales, o algunos animales, sólo son capaces de sentir dolor. Pero incluso si aceptamos esta distinción, parece poco razonable pretender que el dolor no es algo malo, por más que el sufrimiento sea peor.
Mucho más problemático resulta el “innecesario” de la segunda premisa. Porque no sirve para persuadir a un oponente que defienda que un poco de dolor animal es un precio aceptable por los beneficios humanos, ya que permite la mejora de la salud, la seguridad de los fármacos, etc. Desde el punto de vista utilitarista, el argumento aparentemente apela a una especie de cálculo del dolor, sopesando el sufrimiento animal y el beneficio humano; pero el cálculo necesario- dificilísimo incluso si sólo se tratara de medir el sufrimiento humano- parece completamente irrealizable cuando el sufrimiento animal se incorpora a la ecuación.
Este ataque a las premisas afecta inevitablemente a la conclusión. Por desgracia, hay que admitir que, a lo sumo, el argumento se traduce en la reivindicación de no hacer daño a algunos, tal vez muy pocos, animales, a menos que hacerlo brinde algún beneficio, tal vez mínimo, a los humanos. Desde este punto de vista “los derechos de los animales” se reducen al derecho de un pequeño número de animales a los que no debe infligirse sufrimiento, a menos que hacerlo nos proporcione algún beneficio, por pequeño que sea, a los humanos.
¿Están bien los derechos? No es una conclusión que pueda complacer a ningún defensor serio de los derechos de los animales. Pero ha habido justificaciones más sólidas y sofisticadas que la versión resumida antes, y todas ellas pretenden ofrecer una versión menos débil del tipo de derechos de los que deberían disfrutar los animales. Peter Singer ha sido el defensor de la concepción utilitarista sobre el asunto, y otra línea muy influyente ha sido la deontológica, defendida por el norteamericano Tom Regan. Según Regan, los animales son “sujetos de una vida” (al menos los animales con un cierto grado de complejidad); este hecho les confiere algunos derechos básicos, que son los que se violan cuando una animal es tratado como un simple pedazo de carne o como un representante de los hombres en las pruebas con fármacos. En este sentido, los animales no deberían ser sometidos a análisis de costes-beneficios que pueden ser muy perjudiciales para una concepción utilitarista.
Existen considerables dificultades para defender una concepción en que los derechos de los animales sean equiparables a los derechos humanos, e incluso algunos autores se preguntan si es apropiado y útil emplear la noción de derechos para el caso. Se suele suponer que los derechos imponen deberes u obligaciones a sus titulares; hablar de derechos implica algún tipo de reciprocidad (algo que precisamente nunca existirá entre los animales y los hombres). Lo que está en juego es un problema real- el trato adecuado y humano que debemos a los animales- que se oscurece al plantearlo provocadoramente en el lenguaje de los derechos.
(Dupré. Ben. 50 Cosas que hay que saber sobre filosofía. Editorial Ariel. Barcelona. 2013)